26 de noviembre de 2008

El mar

De pronto lo entiendo: tu olor ha impregnado para siempre mi paso. Cada vez que una rendija se abre en la plana superficie del presente, y a través de ella el fértil mundo de lo posible enciende mis ojos y los llena de lágrimas −o tal vez de fuego−, el aroma distinto de tu cuerpo suple al oxígeno y alimenta mi pecho. Noto la sólida certeza de que habré de quererte hasta el último de mis suspiros, de que soy y seré hasta el último día de mi vida el rehén feliz de tu locura, el niño embrujado por tu amor.

Sueño, mujer, pero sueño sin huir, incrustado sin miedo en la esencia de nuestra fábula. Cantaba el poeta: “¿Por qué sigo aquí, / de qué sirve / esperar a un hombre / que siempre fue libre? / / Dime tú si vale la pena / amar tanto el mar / y enterrarse en la arena”. Yo, también abrumado por el mar, el de tus caderas; yo, también sometido al asombro de verte ahí, en la lejanía, dos hermosos ojos marinos que me atraen y donde sólo podría ahogarme; yo, que te conozco libre como el azar, te diré cómo hago:

Desde pequeño tuve al mar muy, muy lejos. Tierra adentro, en las noches insomnes del estío, su lomo de metal azul llenaba mis pesadillas. El niño que fui apenas comenzaba a imaginar que allá, en aquel infinito tenebroso y rugiente sobre cuya piel dibujaba caminos de muerte la luna, se encontraban el peligro, la soledad, el secreto y la perdición, los puros ingredientes de la vida. Poco a poco, con mis visitas ocasionales al mar, fui comprendiendo que de vivir, yo vivía en la tierra, y que el monstruo azul, con su eterna canción de espumas, pondría siempre ahí, a mi alcance, sus verdades tristes y sus cuentos de amor. Pero el mar renegaba de la asiduidad y de los hábitos: gigante espantoso, y sin embargo sentimental, el mar no deseó nunca acostumbrarse a mis visitas, y su alma salada se habría desvanecido si algún día yo hubiera omitido el asombro ante su diabólica danza de olas y resacas.

Por eso, mi niña, vivo en la tierra, claro que desenterrado, roturando los campos de mis desiertos, regándolos con lágrimas, con sudor, y sacando de ellos el verde milagroso de la vida. Y cuando nada lo predice, cuando ningún augurio lo presagia, me tropiezo con el mar. Entonces, el amor a ese horizonte suyo, festoneado de naufragios, y el estupor de adrenalina que me provoca, inundan de lleno mi alma, abriéndola de par en par, resucitándola y mostrándome quién soy: un pobre jugador que se muere por sentirse sorprendido por un aroma, un aroma que acude con una canción, que súbitamente surge entre sus ropas al contacto con un recuerdo, que inunda su sangre sin previo aviso, que quiere ser fruto de la sorpresa, de lo inesperado, de la luz fugaz, del insospechado viaje al centro de la tierra. El aroma de una mujer. Tu aroma.