3 de agosto de 2010

El aliento de todos aquellos besos…

Seregorn nunca se sintió profeta, pero muchas de sus intuiciones se han ido cumpliendo bajo el silencio de Taur-im-Duinath. Una de ellas fue que algún día querría tocar de nuevo el cabello marino de Eärfin y no podría, que ese pelo que él conoció rojo y oscuro le estaría vedado por la distancia y el frío. El presagio iba más allá, anunciando que el caballero se retorcería en el dolor de su deseo imposible, pero el augur tal vez no contó con el cansancio de los días que, en las más profundas estancias de su alma, va cerrando puertas a cualquier sentimiento que no haya surgido de esas mismas profundidades ingobernables.

Todo va convirtiéndose, lentamente, en recuerdo, en esa sustancia amable con la que se teje la nostalgia, que es la primera huella del fin. Sí, un amor inmortal puede vivir en el vacío, pero cuando este vacío se derrama bajo los pies del caballero una tristeza indecible le inunda el pecho, y por un momento quisiera embridar su caballo y cabalgar hasta el mercado donde su Dama pasea sus lánguidas sonrisas, para, en un sueño inaccesible, situarse a su lado mientras ella compra telas, fruta, té y especias, y rozar su pelo y llamarla con el aliento de todos aquellos besos...