26 de junio de 2009

La noche eterna de nuestro amor

LOS AIRES, EL CABELLO

Para venir a ti:

llegar hasta la loma

y olerte los cabellos,

donde el sol ya se puso

y cruzaron los aires.

Yaces ahora en penumbra

quieta,

            negando el tiempo

y los pasos suaves de la muerte.

¿Y el sol?

Más allá de los cerros.

¿Y el viento?

                     Susurrando en el valle.

(Francisco Álvarez Velasco, Noche)

Mis primeros discos de música clásica los compré en una tienda de electrodomésticos de San Fernando, hace muchísimos años. Uno de ellos era la historia de Scheherezade, de Rimsky-Korsakoff. Ni siquiera entonces, con aquella juvenil imaginación, rebosante y dolorosa, me dio por relacionar aquellos sonidos con los cuentos de las mil y una noches, pero sí recuerdo que, con los primeros compases de la Balada, entraba sin tardar en una región extraña, misteriosa, de pasajes iluminados por luces inexplicables, recodos que guardaban sorpresas cercanas a mi corazón libre.

Hoy escucho esta música al calor de tu recuerdo, a la luz de tus ojos, sobre el mullido pesar de mi nostalgia, y sin tardar un instante volaría a tu lado para abrazarte, para sentirte de nuevo cerca, para declararte con una sola mirada todo el amor que mi corazón ya no podrá nunca dejar de dedicarte. Son tantos los objetos delicados, tantas las risas infantiles, los arriesgados juegos, las aventuras inventadas, los besos inmortales... Todos llenan este pecho de barco a la deriva, salpicando de dolorosa alegría mi presente con sus aromas del pasado.

¿Estás ahí, mi niña? ¿Estáis ahí, mi Señora? El violín de vuestra voz acaricia con melancolía mis mejillas, y enjuga con su danza mis lágrimas. Sois, siempre seréis esa luz que me enseñó la puerta al extravío, el camino hacia mí mismo, y no puedo imaginar un futuro sin vos como no puedo imaginar un mundo sin aire. No sabría respirar sin saberos ahí, con vuestra sonrisa franca y valiente pintada en unos labios que espero besar mientras mis ojos se deleitan con los vuestros. ¿Estáis ahí, mi Señora? Los árboles mueren de desconsuelo tratando de borrar nuestras huellas con sus hojas marchitas, sin saber que así sólo hacen al Bosque más fértil y generoso, para que Vos y yo durmamos por los caminos, en los hermosos huecos de los árboles muertos, en la noche perpetua de nuestro amor. ¡Ah, mi Hada, cuánto os quiero!