
También por la tarde había comenzado a leer un manual de fisiología. Ah, la fisiología fue mi gran gusto cuando estudiaba medicina: indagar en la apasionante maquinaria corporal hasta lo microscópico, observar cómo todos esos mecanismos y esas sustancias, yendo de acá para allá, cuidaban de las células, que a su vez trabajaban afanosas cumpliendo labores inteligentísimas, y siempre con el peligro de sucumbir a los desequilibrios de los sistemas de control, de caer en algún proceso de retroalimentación positiva incontrolado e irse a hacer puñetas, quién sabe si arrastrando a las demás células y a uno mismo con ellas. Leyendo el manual, pensé por un momento que aquella era la lectura que necesitaba, párrafos enteros rebosantes de mecanismos cuya fría previsibilidad se compensaba con el cálido arte de su ingeniería, con esa elegante forma en que se engarzaban desde los diminutos trasiegos osmóticos de iones y nutrientes a través de la membrana celular, hasta la propia y eminente consciencia. Si indagaba en las razones nanométricas de mi consciencia tal vez podría ser un poquito más inconsciente, olvidarme de mis olvidos inevitables, mostrarme incapaz de recordar mis renuncias, y así diluirlas como hechos poco dignos de la agradecida bioquímica o de la más que depurada biofísica. Y podría olvidarme de ti y de todos los sueños prohibidos.