Escribimos tanto, tanto nos dijimos, en cartas, en regalos, en miradas... Sacaste de mí mucho más de lo que yo era, y contigo pude estallar como estallan hoy, de nuevo, los naranjos. Dejamos nuestros caminos alfombrados de azahar... ¡Quién lo iba a pensar aquel tres de marzo! Aquella noche, cuando esperándote, creyendo andar en la misma Plazuela del Gato (¡Dios me ampare, fue la soledad!), pero sabiendo luego que sólo era la Plaza de San Andrés, y que no vendrías hasta la mañana, escribí, en el cuartucho de una humilde pensión, en un cuaderno que al fin volvió a tus manos:
Esta noche, en la que el azahar tomó Jerez, un azahar mojado y sensual, tú estás como los viejos sueños, imposible. Y por eso mi sangre se muere por ti ahora, por eso te deseo con estas ganas terribles y dolorosas. Mi sangre que no te quiere ni la mitad de lo que yo te quiero...
Bendijimos tantos rincones de este triste mundo... Hoy el bosque nuestro se derrama por las calles, enreda hiedras en el cabello de las mujeres, alza monumentos a nuestro amor en los jardines: robles americanos con sus tiernas llamas, sauces que lloran lágrimas exquisitas, ciclamores que gestan sus corazones entre flores prematuras, jacarandas esbeltas y delicadas, plátanos como fuentes temblorosas de frescor, cada naranjo un recuerdo de nuestro amor... Hoy nuestro bosque pervive entre los edificios, brotando melancólico en las rendijas de las aceras, descansando en los solares vacíos con hierbas y arbustos improvisados. Se extiende como un tapiz paciente entre nosotros, señalándonos el camino remoto de los besos, sin darnos esperanza alguna porque nuestro bosque nunca mendigó una esperanza, porque las ilusiones de nuestro bosque siempre se tejieron con nuestros dedos y la argamasa sencilla de nuestro cariño.
Nuestro bosque suena hoy a silencio, si acaso como un pequeño reguero verde que serpentea entre nuestra vida ajetreada, y que de vez en cuando cae por un pequeño desnivel cantando una canción callada y cristalina, susurrando nuestra leyenda. Raro es el día que no acaricie alguna hoja, que no me extasíe ante la danza de las ramas con el viento del poniente, que no adivine un guiño de aquella pequeña brizna de hierba que asoma entre las losas de las calles. Rara es la noche que no te desee, que no me olvide de todas las advertencias de la razón y muera por envolverte en un abrazo inagotable...
Los años pasan pero no en nuestro bosque, nunca en nuestro bosque. Sabes, mi hermosa Dama, que el tiempo tiene vedado el acceso a nuestro reino. Ni siquiera nuestras debilidades, nuestras más profundas tristezas podrían permitirle entrar y marchitar los pasajes eternos, los verdes túneles, la fauna cordial, nuestros juegos siempre decisivos, siempre libres... Los años pasan, pero tu voz sigue sonando como el primer día que la oí, encantadora y fértil, clavándose directa y sin remedio en mi corazón.
Mucha felicidad, mi niña...