Nadie sabe jugar como tú, nadie jugó conmigo como tú lo hiciste. Tus ojos saben bailar al son de mis sentidos, tu boca sonríe cuando es preciso, y tu piel luminosa es el territorio donde mis manos siempre quisieron reposar. ¿Recuerdas aquel principio, cuando durante unas semanas mi mano se quedó contigo? Ella viajaba por tu cuerpo, se enredaba en tu pelo, sorprendida se quedaba merodeando en la suavidad de tu cuello, y luego describía la curva de tus hombros, la conmoción de tu pechos; y tras navegar por tu cintura mis manos se dejaban caer por tus caderas perfectas, por tus piernas de ángel, para subir después hasta tu vientre para rozar el cielo. Sí, mi mano prestada, mientras yo aguardaba sin prisa el día en que podría conocerte.
Hoy, sin ti las palabras de amor intentan huir de mis labios, y mis dedos se detienen constantemente a buscarlas sin encontrar demasiadas veces otra cosa que tu ausencia. Las horas apenas duran unos minutos, y miran tristes al pasado en el que solían transcurrir infinitas y emocionantes. Nuestro rumbo rezaba en los mapas del extravío, en los planos secretos de los laberintos, en los jardines intrincados de oscuros ciclamores y naranjos fragantes, más allá de todo lo demás, en un reino de caricias rodeado de murallas melancólicas. Pero el mar cubrió nuestro reino, anegó las veredas, sepultó las catalpas y sus hojas gigantes y sus flores coquetas, o esas otras prehistóricas del magnolio y el tronco mullido donde aquel caballero fue a descansar, atraído por el susurro de tus alas. El agua cubrió voraz los huecos y escondrijos donde los mensajeros dejaban nuestros besos envueltos en hojas de parra, atados con la hiedra de nuestros corazones, besos aún más valiosos cuanto que habían nacido en el tráfago ruidoso de nuestras vidas. El mar y su sal se hicieron con nuestro bosque, y mis dedos no pueden encontrar ahora las palabras para definir una mirada tuya, un amanecer en tu abrazo.
La noche, el claro de luna, la hora de las hadas…